Reflexiones sobre el dolor emocional ante el rechazo materno durante un embarazo adolescente
Hay momentos en la vida que nos marcan para siempre. No por lo que ocurrió, sino por quién estuvo –o no estuvo– con nosotros cuando ocurrió.
Este artículo aborda una de esas heridas: la de una mujer que, siendo muy joven, quedó embarazada y, en lugar de recibir apoyo de su madre, recibió rechazo. Una herida profunda, silenciosa y todavía viva.
Una historia que representa a muchas mujeres
Ella tenía miedo. Estaba confundida. Su vida cambiaba en un instante.
En ese escenario vulnerable, lo que su corazón necesitaba era un “estoy contigo”, un abrazo, o al menos una mirada de calma. Pero encontró lo contrario: juicio, dureza, distancia emocional.
Para muchos, este hecho podría parecer simplemente “un mal momento familiar”.
Pero para el alma de una adolescente asustada, fue un terremoto.
Desde entonces, cada vez que evoca aquel recuerdo, su cuerpo reacciona como si el tiempo no hubiera pasado.
Surge un dolor indecible, difícil de poner en palabras.
No es solo tristeza: es una mezcla de soledad, desamparo y una sensación profunda de no haber sido vista en uno de los momentos más frágiles de su vida.
¿Qué es lo que realmente duele?
Lo que más duele no es el embarazo adolescente.
Lo que más duele es no haber sido acompañada.
No haber tenido una presencia cálida.
No haber escuchado un “vamos a salir adelante”.
No haber encontrado un hombro donde llorar.
Ese dolor queda guardado no solo en la memoria, sino en el cuerpo.
Porque las emociones que no se acompañan, se quedan atrapadas.
Y años después, basta una conversación, una imagen o una frase para que aquel nudo interno vuelva a aparecer.
Cuando la madre no puede sostener: una mirada compasiva
Desde el enfoque terapéutico y sistémico, sabemos que muchos padres actúan desde sus propias heridas.
A veces, una madre que rechaza a su hija también fue rechazada.
A veces, juzga porque así fue tratada.
A veces, el miedo, la vergüenza o la presión social le impiden conectar con su propio amor.
Esto no justifica el daño, pero ayuda a comprenderlo.
La adolescente de ese entonces no podía verlo. Pero la mujer adulta que hoy recuerda ese episodio puede empezar a dimensionar que la historia de su madre también estaba llena de sombras no resueltas.
El cuerpo guarda lo que la mente intenta olvidar
Cuando la paciente recuerda aquel momento, su voz tiembla, sus ojos se humedecen, su respiración cambia.
El cuerpo sabe.
El cuerpo no miente.
La herida no es racional; es emocional y visceral.
Es la herida de una niña que esperaba protección y encontró un muro.
Una herida antigua que sigue buscando validación, cuidado y consuelo.
El camino terapéutico: darle un abrazo a la versión joven de uno mismo
Sanar no significa borrar la historia.
Sanar significa mirarla sin huir.
Significa que la adulta de hoy pueda acercarse a la adolescente de ayer y decirle:
“No estabas sola. Te faltó compañía, sí… pero hoy estoy aquí para darte lo que no recibiste.”
En terapia, esa reconciliación interna es un acto de profundo amor propio.
Es un gesto sanador que permite integrar el dolor sin quedar atrapado en él.
Para quienes vivieron algo similar
Si tú también pasaste por un momento duro donde alguien importante no te acompañó, quizá aún sientas un vacío.
Tal vez te duela recordarlo.
Y está bien que duela… porque ese dolor es la prueba de que una parte de ti aún espera ser cuidada.
No eres débil.
No estás rota.
Solo estás reencontrándote con tu historia para vivir más ligera, más consciente y más libre.
Conclusión
Las heridas emocionales no desaparecen con el tiempo; desaparecen con el acompañamiento adecuado.
Y cada vez que una persona decide mirarse, reconocerse y sanar, está poniendo en orden algo que antes estuvo silenciosamente roto.
Este artículo honra a todas las mujeres que vivieron un embarazo temprano sin recibir apoyo.
Y también honra a quienes, aun con dolor, deciden transformar su historia.


